Hemos huido de nuevo a oscuras. Otra
noche y otro albergue que queda atrás. Las mochilas al hombro, el dedo arriba
en el arcén de la autovía. La oscuridad se ha convertido en nuestro hábitat.
Llevamos meses viviendo con las luces apagadas. Somos la sombra de miles de
personas que como a nosotros dejaron a oscuras, locos de frío.
--¿Hacia dónde vais?, preguntó el conductor.
--No tenemos destino concreto, hasta donde nos puedas
llevar está bien. Muchas gracias por parar. Le contesta Sancho mientras se
sienta en el asiento del copiloto.
Sancho, habla con el conductor mientras
yo miro por la ventanilla. A veces pienso que Sancho lo entiende todo mejor,
este es un país cada vez más desértico, más lleno de hielo, cansado de
desesperanzas. Y solo aguantamos en las pequeñas muestras de solidaridad. Sin
embargo, no puedo evitar pensar que por eso mismo es más importante que nunca
la resistencia, la pelea. Lo miro y veo como le ofrece al conductor el poco
café que nos queda, «es de bien nacidos ser agradecidos» sé que dirá si se lo
reprocho. Volvería a tener razón. Y aunque de vez en cuando, tengo la certeza
de que me acompaña sin mucho convencimiento, acaso porque siente lástima o porque
ya no le queda nada mejor que hacer. «Si nada tienes, nada puedes perder»,
suele decir él. Sé que estamos juntos en esto. «Sólo nos queda esperar», le
suelo decir cuando me cuenta que sueña con una pequeña ínsula en la que toma el
sol desnudo junto a su mujer, a la que hace meses que no ve. Nunca nos hemos
preguntado el uno al otro por qué lo hacemos. Ni falta que hace. Allá cada cual
con sus razones.
No recuerdo el momento concreto en el que
decidí empezar todo esto y romper la quietud a la que nos han condenado a
todos. Cuando cuento lo que hacemos nos tratan como a locos. Nadie cree que
vayamos a cambiar nada. Por eso siempre huimos a oscuras, sin dar
explicaciones. Estoy seguro de lo que hago. Quizás alguien nos busque o alguien
nos persiga. Quizás nadie haya oído hablar de nosotros o alguien acabe
escribiendo nuestra historia. No me importa demasiado. Lo único que me importa
es que prefiero provocar rabia que caridad. Y que puedo cambiar todo esto, lo
sé, puedo dar luz a la oscuridad, calor al frío. Salvarnos y salvar al resto de
lo que Ellos llaman Pobreza Energética.
Po bre za E ner gé ti ca, palabras
que me repiquetean en la cabeza como puntillas. Semántica que te azota. Y
mientras, privilegios y categorías intocables. Business is business. Para Ellos no es personal. Sin embargo,
ninguno ha visto, como nosotros lo hemos hecho, su casa convertirse en un
páramo inhabitable. Claro que es personal, pienso, cuando veo las luces
parpadeantes, lejanas en la oscuridad del paisaje.
-- ¡Para el coche!, grito. --¡Mira, Sancho! ¡Allí, en lo oscuro! ¿Los ves? Esta noche estamos de suerte. -- Para el coche, por favor, le digo más calmado al
conductor que parece haberse asustado.
Están ahí, al menos treinta, quizás más.
El entusiasmo borra cualquier atisbo de cansancio. Recorremos la tierra yerma,
acercándonos a ellos. Cada vez se hacen más grandes ante nuestros ojos.
Blancos, fríos, con el zumbido de un millón de abejas furiosas. Sancho va
sacando las herramientas: Cizallas y guantes aislantes. Los aerogeneradores son
simples, más fáciles de sabotear que otras instalaciones eléctricas. Reventamos
la caja, cortamos la conexión a la red eléctrica y punto. A otra cosa. Uno a
uno, nos lleva un par de horas acabar con todos, cuando terminamos empieza a
amanecer. Otra batalla acabada. Nos alejamos hacia la carretera.
-- No sé Alonso, a veces me pregunto ¿Por qué las
eléctricas y no los bancos o los políticos? No puedo dejar de pensar que son
solo molinos.
-- ¿Molinos? Que va, amigo Sancho, estos cabrones son
gigantes.